Estimados a continuación tengo el grato placer de compartir con ustedes el relato ganador del II Concurso de Relatos de Sociedad Nocturna – Secretos Oscuros, el mismo fue escrito por Jose González (Alias el Titere) quien oportunamente gano el Concurso anterior. Por favor disfruten del mismo.
Aquella era una tierra rica y fértil. Sus campos eran amarillos, por norma general, o rojos y llenos de vísceras, coincidiendo con las migrañas del Rey, o verdes (también con vísceras, pero mucho más desagradables) si se necesitaba grandes cantidades de sangre de orco para realizar cualquier encantamiento del Hechicero de Palacio. Era por tanto un lugar de grandes cambios cromáticos ambientales.
En el reino había una ciudad principal, en la ciudad había una tienda y en la tienda había de todo, pero casi nada realmente útil.
El tendero tenía ojos de corneja. Ojos pequeños, negros e inquietos. Él era también inquieto, y se movía entre su variada mercancía de forma furtiva. Le gustaba aparecer justo detrás de alguno de sus clientes con alguna extraña rodela, o un frasco de sangre de murciélago envenado o una capa de lealtad supina. Era una mañana cualquiera, el sol había aparecido detrás de las colinas con indiferencia y lo más seguro es que se marchase justo por el otro lado del horizonte sin que nadie se percatase lo más mínimo. Sonaron unas campanillas hechas con plata de enano y el tendero supo que había llegado el primer incauto.
El cliente en cuestión era un muchacho y tenía aquella típica expresión del que está intentando pacientemente convencer a una vaca para que ponga huevos. Entre todos sus enseres sobresalía una abultada bolsa que tintineaba al andar que producía una leve erección en el dueño de la tienda. Carraspeó acercándose al joven con las manos retorciéndosele en los bolsillos de la túnica
– ¿Qué puedo hacer por vos, señor? ¿Algún filtro de amor verdadero? Decidme y seréis servido, en esta tienda está la solución a todos vuestros problemas.
El muchacho sonrió de forma estúpida y respondió.
– Quiero armarme. Para una aventura, ¿sabe?
– Ajá, ya veo, un aventurero… – y en su cabeza aquellas palabras se tradujeron como “soy un imbécil que quiere hacer el gilipollas por ahí afuera meneando una espada un rato antes de que me maten” – Pues habéis venido al lugar indicado. Y decidme, es muy necesario que me indiquéis el tipo de misión, cómo bien sabréis el equipo para ir a acabar con la Temible Bestia de Mil Ojos de la Ciénaga Pantanosa no es el mismo que el que usaríais por ejemplo para… – e inventó otro buen surtido de palabras que sonaran bien – ejecutar a los Brutos Danzantes Bailarines Asesinos del Agua.
El joven meditó profundamente y luego respondió.
– Quiero un equipo básico. Algo… más común.
– Común. Se ve a cien leguas que no sois un aventurero vulgar, me atrevería a decir que sois un hombre fuera de lo normal, violento y vengador.
El muchacho arqueó la espalda y sonrió con un poco de aquiescencia y un mucho de ingenuidad.
– Algo de violento si que soy, la verdad y…
– Por eso mismo – le interrumpió el tendero poniéndole la mano en el hombre e internándolo más en la tienda – vuestro equipo tiene que ser fuera de lo normal. Y no os preocupéis, aunque por norma general doy una garantía de 6 meses, con vos estaría dispuesto a aumentarla hasta dos años. Decidme, ¿sois diestro o zurdo?
– Diestro, diestro.
– Diestro pues. Lo más importante es la espada. Las tengo de mil formas y tamaños, con runas mágicas, de doble filo, con extraños simbolitos de calaveras, estas se vendieron muy bien el año pasado por cierto. Las tengo buscadoras de tesoros, matadragones, envenenadas (os desaconsejo usar estas últimas sin guanteletes), refractoras, luminosas e incluso una de fuego.
Esto provocó en el joven otra oleada de reflexión, quién parecía que esta vez que estaba tratando de convencer a una vaca de que pusiera huevos cuadrados con estrellas y árboles de navidad pintados en el cascarón.
– Quiero una espada que corte. Pero que corte mucho. Me refiero, quiero que cuando pinche a alguien, entre hacia dentro en la carne y la otra persona sepa que le queda poco tiempo de vida. Es más, quiero que no le dé tiempo a pensarlo, tampoco es plan de hacer sufrir a nadie.
El tendero contó hasta diez mentalmente. Es más, para ser sincero contó cuánto dinero le hacía falta para terminar de comprarse una granja en las afueras, con suficientes cerdos y gallinas para no tener que preocuparse nunca más de recoger los anillos invisibles que se le caían de la estantería y que luego eran casi imposible de encontrar. Luego pensó en la bolsa del joven y en cómo la pensaba convertir en un bonito tejado de pizarra para la casona y quizás en unos dos o tres olivos que rodeasen la finca. Luego continuó.
– Sé exactamente lo que me estáis pidiendo. Tengo una espada temible, una voraz sanguinaria de almas que os vendría que ni pintada – del techo colgada de un alambre había una espada negra que le enseñó con majestuosidad, era achatada y casi tan temible como una manada de fieros bebés de siete meses vestidos de vikingos, – No se hable más, es vuestra y con un descuento extra, digamos siete monedas de oro. ¡Cinco! Hoy me siento benevolente.
El joven sacó la bolsa y la abrió produciendo un destello dorado que iluminó la estancia. El tendero juraría que aquel tipo se había puesto a limpiar las monedas una a una para que estuviesen más luminosas aún. Sabía a ciencia cierta que averiguar la procedencia de aquellas monedas no le haría ningún bien a nadie, y mucho menos a él mismo. El joven comenzó a contarlas en voz alta.
– ¿Sabéis que, mi buen amigo? Vamos a elegir primero todo vuestro equipo y ya luego nos arreglamos. Entre caballeros el dinero es lo menos relevante. – Y la sonrisa del tendero, por raro que parezca, acompañaba fielmente la mentira que acababa de soltar.
El buen hombre (en sentido figurado) cerró la puerta de la tienda echándole un triple cerrojo y a lo largo de toda la mañana y parte de la tarde estuvo aconsejando al futuro héroe sobre como comenzar a colocarse una armadura, que tipo de capas quedaban mejor para cada ocasión; le enseñó durante una simpática media hora el uso de las ganzúas, cosa que el joven nunca llegó a entender; le explicó la relevancia de usar frases contundentes antes de comenzar un combate, de lo que significa la palabra “emboscada” o “pillar el flanco”; del porqué nunca debe fiarse uno de una mujer que le ofrece abiertamente sexo y muchas otras cosas que aumentaron el deleite del aventurero.
Una vez dispuesto para una veintena de guerras y con más acero encima que un chatarrero el joven dejó la bolsa en el mostrador. Luego se contempló en el espejo de una forma que él consideraba brava pero que otro cualquier observador menos subjetivo consideraría ridícula. Por unos instantes hubiese deseado que hubiese una fina brisa que le arremolinase la capa pero la tienda estaba cerrada a cal y canto. Finalmente sentenció, palabra por palabra.
– Ahora. Voy. A. Matar. Al. Rey.
– ¿¿¿¿¡¡¡QUÉ!!!???
– Qué. Voy. A. Matar. Al. Rey.
– No, pero si eso ha quedado claro – olvidándose por primera vez en varias horas de no tutearlo – Sshhhhh, calla, ¿y si alguien nos ha oído? Calla, coño – y por las rendijas de la ventana comprobó que no había ningún avezado regimiento de soldados dispuesto a zanjar aquel malentendido matando al joven, luego a él y quemando la tienda (dicho sea de paso, lo que más le importaba era lo segundo, luego lo tercero y si no había más remedio, lo primero).
Esta vez fue la mano del joven la que se posó en los hombros del tendero.
– Tranquilo, voy a acabar con este reino de tiranía y crueldad.
– Pero… ¿matar al rey? ¿¿Te has dado cuenta que eso es una soberana estupidez??
– Eso mismo decía mi madre. Y murió de un ataque al corazón y de que le cortaron el cuello al mismo tiempo. Y mi padre, que murió de vejez, postrado en una cama con siete boquetes del tamaño de mi puño de lanzazos. Ahora pienso vengarlos.
– Pero… pero… – y en la mente del anciano podía comprobar cómo el regimiento de soldados después de terminar con la tienda quemaba su granja en estado de construcción, destruía los olivos y violaba sin cesar a los cerdos y las gallinas.
– ¿Te acuerdas de la fiesta del venado? Al Rey no le gustaba y se acabó.
– Pero…
– ¿Y cuando nos reuníamos con los elfos del boque en primavera para intercambiar regalos? El Rey pensó que era una mariconada y quemó el bosque.
– Pero es que era una mariconada.
– Sí, sí, lo era. Pero era NUESTRA mariconada. ¿Y cuándo vinieron la Amable Compañía de Teatro de Halflings? Fueron secuestrados y ahora están todos cosiendo zapatos en la torre.
– Pero..
– Tranquilo.., tranquilo… tú mismo lo dijiste, yo soy el “Bueno”, es prácticamente imposible que no triunfe…
– Pero…
– Pero NADA. Al Rey y a su camarilla de secuaces les ha llegado su hora. Me voy, amigo mío. Deséame suerte.
Desapareció por la puerta sin quitar la solapa de los útiles que había comprado donde ponía claramente en letras rojas el nombre de la tienda.
Y aquella fue la última vez que se vieron en vida aquellos dos buenos hombres.
Y eso que vivieron mucho tiempo, el tendero huyó con toda su mercancía, vendió la tienda y la granja y montó una asesoría de héroes en otra ciudad a cientos de miles kilómetros de la espada del soldado del Rey más cercana.
Y el héroe… el héroe venció, por absurdo que parezca. Consiguió derrotar al regimiento, al Alguacil, cabalgó por el Monte del Horror sin tropezar con ningún Esqueleto Horroroso, esquivó las dianas mortíferas del Asesino de Palacio, huyó de los Perros Del Infierno Malolientes que protegían la entrada principal, asestó el golpe definitivo que acabó con las vidas de los Trasgos Centuriones que defendían la entrada secreta, recorrió el Pasadizo Infinito con los ojos vendados, ahuyentó a la Súcubo que pretendía retenerlo de una forma vistosa, venció ante los temibles hechizos del Mago de Palacio y la Bruja y toda su parentela y cuando estuvo delante del Rey entonces…
..entonces venció… pero esa es otra historia, y como suele ocurrir al final de este tipo de cuentos, será contada en otra ocasión.
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Muy bueno. Me quito el sombrero. No puedo dejar de pensar en la influencia de Terry Pratchet en este cuento lo cual no le quita ni un gramo de originalidad y gracia.