Por Celestyn, Chiquillo de Etrius, Chiquillo de Tremere Muchos son los Condenados Hijos de Caín; los campesinos hablan en temerosos susurros de monstruosos cadáveres que salen de cementerios y cruces de caminos para acechar en la oscuridad de las calles de la aldea, y hay más entre la especie del vampyr de lo que saben los ignorantes. Los monstruos se arrastran por los salones de los señores y roban en las villas de los mercaderes; sí, acechan incluso en los ábsides de la Iglesia, para tomar su propia comunión impía. Y ahora, gracias al ingenio de Goratrix y nuestro Maestro, caminamos entre ellos.
Nosotros los Tremere no somos muy queridos, ni siquiera entre los Condenados; la sociedad de los profanos sigue teniendo su protocolo, y no acepta que cualquier villano común intente unirse a sus filas. Por la voluntad de nuestro Maestro, nosotros solos arrancamos nuestro oscuro don de sus justos o no poseedores, y aunque todos los linajes diversos de los no muertos sienten animadversión y rencor hacia nosotros, nuestra gesta supuso un daño particular para dos de sus des vetas ancestrales. Una de ellas es poco preocupante, con su progenitor muerto y sus hijos dispersos; lamentablemente, no fuimos tan terminantes con la otra, y por esa negligencia, el mundo y nosotros estaremos siempre sujetos a una plaga.
El lector avisado debe perdonar el apasionado y doliente tono de esta obra. No me extrañaría que se me juzgase afectado por las supersticiones de los ignorantes, con sus cuentos de elfos y duendes y demonios; y he caminado entre las sombras de los valles más allá del Elba, y he visto a los mismos demonios encarnados.
Se hacen llamar los Tzimisce.
Como henchidas arañas, se han cobijado en el Este desde las noches que siguieron al Diluvio. La tierra gime bajo su paso, y sus súbditos huyen aterrados de su maligna mirada. Son sabios y malvados; su memorias es muy amplia, y creo que nos odiarán para siempre. Se les teme incluso entre los Condenados, y es con estos monstruos, la encarnación de la palabra “vampyr” con quienes debemos luchar para afirmar nuestro puesto en la jerarquía del Infierno. Cierto, el poderosos Goratrix ha puesto ante nosotros una dura tarea; me siento honrado de que nos considere dignos de ella.
La Vieja Patria
Considero sensato iniciar cualquier disertación acerca de los Tzimisce con un examen de sus tierras: su “Vieja Patria”… que hemos invadido y violado y saqueado, en agradecimiento por lo cual no cejarán en sus ataques hasta que todo lo que lleve el nombre de “Tremere” yazga roto y sin sangre bajo su suelo ancestral. Son ante todo territoriales, estos así llamados “Demonios”: ninguna ofensa les enfurece tanto como la violación de su Dominio, si es que los Tzimisce son de verdad vampiros, no siniestros genios de la tierra, pues parecen la misma representación de este país maligno en el que hemos entrado.
Puede que el lector se burle de esta última suposición: ninguna frontera material separa un lado del Elba del otro; ninguna muralla separaba a los magiares de los caminos de su diablo. Los teutones pasan libremente con esta y aquella misión, y la antigua Roma marchó a los oscuros bosques que bordean el Danubio. Pero recuerdo que cuando caminaba me sentía abrumado por una palpable malignidad, como si con cada aliento mío, un miasma como el negro hedor de los pantanos entrase en mis pulmones. Y ahora, aunque ya no respiro. Siento que la tierra se adelante sin ser vista para apresarme, como las bestias que moran en los lagos de Escocia.
El suelo es viejo aquí, y rencoroso, y está saturado por la sangre de eones. Fue aquí, entre los valles y gargantas en los que se enroscan los dragones y las rusalka llaman incitadoras con manos muertas, donde llegó la Casa Tremere, desafiando a los estrechos de miras en la Orden. Fue la Casa Tremere la única que se percató de que la magia estaba menguando en el Oeste, ahogada en la Sangre de Cristo; de que sólo en tierras del Este tendrían ocasión los maestros herméticos de desvelar el mayor de los secretos, la piedra filosofal de la vida eterna.
Parece que los Tzimisce descubrieron el secreto hace mucho tiempo. Su carne muerta es un verdadero depósito de vis; su sangre, un elixir de vida blasfema. De hecho, la conexión de los Demonios con sus posesiones ancestrales es tal que quedan muy alterados si no pueden reposar en su suelo. Un Tzimisce sólo puede conocer la paz si yace en lo más profundo de una tumba, rodeado por la tierra de su antigua tierra natal. He contemplado a Demonios cautivos retorciéndose y gimiendo en la noche, con los cuerpos contorsionados por su impía necesidad.
Señores de la Tierra
Suelo ser consultado por mis conocimientos acerca de nuestros enemigos, pues he tenido el privilegio y el horror de servir a la Casa como infiltrado y espía. Bendecido como estoy con ciertas aptitudes para canalizar la hechicería de la sangre en el interior de mi cuerpo, he desarrollado rituales que me permiten exacerbar la peculiar pungencia característica de la vitae Tzimisce. De esta forma puedo ocultar mi linaje y caminar entre los Demonios como uno de ellos. Tal subterfugio sería obvio en tiempos mas pacíficos, pero los recientes trastornos han alterado a las ancestrales “familias” y sus territorios, y todo tipo de nómadas desarraigados caminan ahora en las noches de la Vieja Patria. Quedan preguntas sin respuesta, sospechas no expresadas, y esta fortuna me ha permitido observar a los Demonios desde un ventajoso punto en la periferia… si bien demasiado cerca para mi gusto.
Mis experiencias de primera mano se han visto aumentadas por los testimonios de los Tzimisce a los que he tenido la suerte de capturar e interrogar. Concretamente, las mazmorras de Ceoris retienen a dos de ellos, Yaroslav y Devana, una par de “compañeros”, o participantes en los obscenos rituales de mezcla de sangre tan comunes entre los Demonios. Ellos nos desprecian por supuesto, y su “corte” parece haberles hecho inmunes al Juramento de Sangre, pero hemos conseguido extraer muchas pepitas de útil sabiduría de entre el vitriolo que nos escupen.
Confieso avergonzado que me he introducido en sus oubliettes durante la noche, llevando pequeños viales de sangre para alimentar a esas piltrafas famélicas, con la esperanza de que accedan a contarme sus secretos. Por supuesto, nunca confiarán en mí, y mucho menos me tendrán afecto, pero parecen reconocer mi disposición favorable y mi deseo de paz entre nuestras dos líneas… o, al menos, que reciban bien a quien les lleva la comida. Gracias a mi amabilidad he llegado a una especie de entendimiento con esas criaturas, y he aprendido mucho… ¡aunque creo que dormiría mejor si me hubiesen contado menos!
Los Demonios
Esas cosas de la noche no tienen ninguna pretensión de humanidad; en sus venas, dicen, la sangre humana se transforma en la mítica “agua muerta” de los cuentos populares de la región. Esta “agua muerta” les hace uno con los dioses, separándoles para siempre de sus cuitas mortales.
Esta actitud se pone de manifiesto en la disposición Tzimisce hacia quienes les proveen de comida y carnaza. Muestran poca humildad, y les debo mis gemidos diurnos de culpa y horror por aquello en lo que me he convertido. El paso a la no muerte no es una maldición, ni una condena, sino la iniciación a una antigua y terrible nobleza. De todos los monstruos que acechan en las noches eslavas, los Tzimisce son los principales; quienes incurren en su disgusto, o irrumpen en su Dominio, o se cruzan en su camino en un momento inoportuno, raramente repiten su error. Es el derecho del noble a ejercer su autoridad sobre sus inferiores; tal es el plan de Dios. Pero en la administración de sus propiedades y en los salvajes castigos que imponen a los desdichados mortales que comenten el menor de los errores, sólo puedo ver la mano de Satán.
Los terratenientes Tzimisce tienen muchos nombres, pero el término voivoda parece el más común. Por lo general, los voivodas tienen sus cubiles en grandes fortalezas sobre místicos enclaves de vis; Estos lugares deben estar lo bastante cerca de los humanos como para asegurar el alimento, pero la bastante lejos como para que un manto de superstición cubra sus actos.
Como he dicho ya, los voivodas son profundamente territoriales. Los Tzimisce tienen elaboradas y ancestrales costumbres de hospitalidad, como la de que quien entra en una propiedad con permiso del voivoda es considerado como el chiquillo del mismo, mientras que quien se atreva a quebrantar su hospitalidad será perseguido sin piedad, aunque la venganza tarde siglos en llegar. Yo mismo fui agasajado por uno de estos potentados, de nombre Raiszko, en las primeras noches, cuando aún parecía haber esperanzas de paz. En el puente que conducía al dominio del voivoda, fui recibido por una tropa de cosas escalofriantes que parecían conjuradas de los más bajos niveles del Infierno; aquella horda de pesadilla estaba bajo el mando de Szercka, el chiquillo del voivoda. El Tzimisce me saludó educadamente, entonando “¡Bienvenido, honorable invitado! ¡Mil veces bienvenido! ¡Entra en paz y ve tranquilo: ni trasgo ni diablo te asaltarán mientras la casa de Raiszko vigila! ¡Lo juro sobre la tierra, sobre la sangre, sobre el agua muerta!” Respondí con alguna fórmula parecida, lo que pareció satisfacer al enviado, al menos por lo que se puede decir de esas frías máscaras que los demonios llaman rostros.
En la construcción de sus castillos, los Tzimisce están tan avanzados como cualquiera en el Oeste, no importa lo que digan los enviados imperiales de los bárbaros eslavos. He visto los grandes torreones alzándose contra el cielo nocturno, hasta parecer que fuesen a perforar los cielos; me he arrastrado por laberintos de húmedas catacumbas lo bastante grandes para tragarse una ciudad entera. La morada de Raiszko no era una excepción. Al llegar a la mansión, fui llevado ante la presencia del mismo gran voivoda. Medía más de dos metros, vestido con galas escarlata y negro y rodeado por sus numerosos chiquillos (más tarde supe que es un símbolo de preeminencia en el clan, pues indica que la presa es abundante y fácil de atrapar). El comedor estaba iluminado por antorchas colocadas en soportes de extraña artesanía: cráneos de hombres lobo, me informó un tanto orgullosamente el voivoda, aunque me pregunté si no serían los restos de viajeros asesinados, alterados por las artes óseas del Tzimisce.
Un ruido llamó mi atención hacia lo alto: allí, suspendidos sobre la mesa por garfios clavados en su carne, alrededor de una docena de desdichados se retorcían desnudos como gusanos en un anzuelo. Gritaban inútilmente pidiendo salvación… o lo hubiesen hecho, de no haber estado sus labios sellados y convertidos en minúsculos orificios como poros. Como los agujeros de una flauta, estos órganos convertían los gritos de las víctimas en suaves silbidos, y así disfrutamos de una especie de melodía durante la cena. A lo largo del banquete, los vampyrs indicaban en silencio de qué parte de qué deseaban su siguiente plato, y los criados clavaban diestramente sus aijadas en la carne señalada, para recoger con habilidad la sangre vertida en una copa tallada en un cráneo.
Seguidamente nos retiramos a un salón más bajo, donde disfrutar de los pasatiempos con los que se entretienen los Demonios. Y allí… sólo puedo escribir acerca de lo que vi; temo que haya mancillado mi alma para siempre, aunque viva mil vidas de asesinato. Hubo tortura, sí, y depravación; pero describir lo que vi con palabras que usan los hombres sería enaltecer sus practicas y a la vez denigrarlas. Lo que pocos comprenden acerca de los Demonios es que sus juegos y artes no sirven meramente para satisfacer necesidades humanas de venganza o crueldad, sino más bien para inculcar pasiones y estimular sensaciones que van más allá de lo que comprenden los seres vivos. La inmersión del alma en abismos de miedo y dolor no se lleva a cabo por ello mismo, sino para “despertar al vampiro que hay en el cadáver”.
Añadiría que, mientras disfrutaban de los espectáculos, los Demonios sorbían sangre de espasmódicos recipientes en estupor que habían sido forzados a ingerir todo tipo de curiosos hongos recolectados (según me dijo mi anfitrión)en lo más profundo de los bosques, junto a la ribera de ciertas oscuras corrientes que brotaban intermitentes del subsuelo. Decliné probar aquella sangre y fui recibí un coro de risas gentilmente burlonas por parte de los monstruos que me rodeaban.
Dejé el Castillo Raiszko bastante antes del amanecer, flanqueado por una guardia de honor de pesadillas. El propio voivoda me acompañó hasta los límites de su dominio. “Creo”, dijo el voivoda, “que nuestra conversación, por agradable que fuera, no ha servido de mucho, y que alguna noche volveremos a encontrarnos en un campo de sangre.” Emití un gruñido poco comprometedor, y acto seguido me incliné agradeciendo a mi anfitrión los pasatiempos de la velada. El voivoda retuvo mi mirada y me dijo: “Te respeto, honorable Erasmo, pues no eres tan inquieto como otros de tu clase; tus raíces son profundas, y sabes quién eras, quién eres ahora y quién no eres. Pienso que hubieses aborrecido abordarnos tan rudamente. Las baladas hablan mucho de búsquedas y gestas; a veces, la mayor parte de la sabiduría reside en la templanza y la estabilidad. Un ratón es un ratón; no hay deshonra en ser un ratón, ni siquiera en huir del gato. Así, puesto que te has ganado mi respeto, quiero que sepas que no templaré mi venganza con la menor piedad la próxima vez que nos veamos.”
El Poderio de los Demonios
Nos enfrentamos a formidables enemigos, no lo olvidéis jamás. Sus poderes son muchos y diversos, llevan una existencia de constante horror y lucha (con la que la Casa Tremere tiene no poca responsabilidad), y la mayoría de los Demonios que sobreviven hasta hacerse con el manto de voivoda dominan una buena parte de los dones de Caín. Muchos comparten con nosotros el beneficio de la Segunda Visión (lo que refuerza mi teoría de que los más ancianos del linaje debieron ser escogidos entre chamanes paganos en las primeras noches del mundo). Además, los Tzimisce suelen mostrar su control sobre las bestias del bosque y el pantano… un arte muy útil, si tenemos en cuenta su elección de moradas y territorios. Pero, por supuesto, es su último y más exclusivo don el que pone a los Tzimisce entre los más temidos. Este arte, el de modelar la arcilla mortal como si fuese en verdad arcilla, no tiene parangón entre las demás ramas de la Estirpe. Devana (habiendo descubierto mediante perversos subterfugios mi crianza en la Iglesia), ha blasfemado sarcásticamente diciendo que, si nuestra Biblia afirma que Dios moldeó a Adán a partir del barro y a Eva de la costilla de éste, ¿no es la conclusión lógica que los Tzimisce son de hecho dioses? Yo replico (¡aunque no ante la burlona máscara de víbora que pasa por su cara!) que Satán no puede crear por sí mismo, sino tomar la obra del Señor y distorsionarla para sus propósitos. Esto es lo que los Tzimisce se recrean en hacer, y lo que revela su verdadera naturaleza.
La Musica de la Sangre
Los Demonios tienen muchas costumbres peculiares relacionadas con la Sangre. Mientras la mayoría de los vampyrs atesoran su preciosa vitae como si fuese oro licuado, los Tzimisce celebran todo tipo de ceremonias que incluyen la mezcla y comunión de su sangre. Estas costumbres sirven para formar lazos y solidificar las relaciones entre el grupo familiar de un voivoda, actuando como libaciones conmemorativas, expresiones de lamento, medios artísticos de comunión empática y expresiones de erotismo pagano.
Hace tres años, mientras me hacía pasar por un Demonio nómada desarraigado por las revueltas en Hungría, me uní a las actividades de una manada errante (institución de la que hablaré después). Desarrollé una cierta relación (¡bah, lo confieso! quedé fascinado) con Ajinav, un demonio de incierto linaje y todavía más incierto género. Sí, de acuerdo con los criterios que nuestra Casa intenta preservar entre nosotros, Ajinav era un verdadero monstruo. Y sí, podía contemplar a Ajinav bajo la luna, ver los suaves matices lunares sobre la carne y realzados por el pronunciado flujo de la circulación, y sentir una especie de frío ardor impregnando mis muertos lomos… una fosforescencia emocional, si el lector disculpa la metáfora. Perdía los sentidos, y aunque ahora lo recuerdo con la más aguda vergüenza, entonces me sentía poseído por un íncubo, o por el fantasma de un íncubo.
Solíamos abandonar la compañía de la manada y buscar resguardadas arboledas que nos brindasen la intimidad tan apreciada entre los Tzimisce. Allí, usando una variedad de instrumentos altamente especializados elaborados con cartílagos de niños, Ajinav me instruyó en las artes de su linaje. Aprendí el Beso de Presentación y el Cáliz de las Delicias Óseas, y recuerdo haber gritado incontrolablemente bajo las flechas plateadas de la luna cuando Ajinav realizó sobre mí la Conjunción del Pulso efervescente.
Fue entonces, por supuesto, cuando Ajinav supo la verdad de mi linaje y mi proximidad al Maestro y al terrible Caín. Mi sentidos volvieron a mí, y vacié a Ajinav bajo la pálida luna, esparciendo las cenizas entre los hongos y la belladona de la tierra que tanto aman los Demonios. A veces, temo que Ajinav siga sonriendo dentro de mí.
Juicios de Guerra
Somos la Casa Tremere, los más poderosos de los magi. Los únicos entre los mortales que han arrebatado a sus guardianes el elixir de la inmortalidad. Nadie puede oponerse a nuestro Maestro; reyes y obispos bailan a nuestro capricho. Y, sí, debo decir que si todos los Demonios de la Vieja Patria se alzasen al unísono contra nosotros, no tardaríamos en saludar al amanecer en lo alto de una estaca.
Por suerte, eso no ocurrirá nunca. El clan Tzimisce está tan fraccionado como temible resulta; nuestra irrupción no es sino el último de la lista de agravios y venganzas de los señores de la Vieja Patria. Por cada Tzimisce que nos ataca, hay otro que aprovecha la oportunidad para herir a su “hermano”, mientras éste está distraído con nosotros. La guerra entre los Tzimisce es otra de sus antiguas y autoennoblecidas costumbres, y, naturalmente, han surgido otras en torno suyo. Entre los Tzimisce, los Juicios de Guerra (la agresión armada a un voivoda por parte de otro) son acontecimientos muy formales y ritualizados.
Para declarar la guerra, el agresor debe acechar y asesinar a algún miembro del rebaño o el servicio de su rival, en las tierras de éste (el rival tiene derecho a matar al intruso si le atrapa). El agresor debe llevar el cadáver a su propio feudo, donde lo despellejará. Después debe hacer su declaración formal de guerra por escrito sobre la piel arrancada, dando tiempo a su rival de prepararse para la invasión.
Por supuesto, los Tzimisce no son mucho más propensos a seguir sus propias costumbres que la mayoría de los Hijos de Caín (o de Seth, si vamos a ello). He sido testigo presencial de súbitos ataques de un voivoda a otro, sin preocuparse mucho por el protocolo. Estas tácticas pueden resultar efectivas, pero los voivodas que violan reiteradamente las ancestrales tradiciones incurren en la ira del clan (Gorynich Myesyats, el antiguo al que mató Goratrix para preparar la poción que nos llevó a la no muerte hace más de un siglo, era muy conocido por estas traicioneras prácticas, y fue por esta razón por la que sus vecinos no liberaron de inmediato su cólera sobre nuestra Casa).
Tras un Juicio de Guerra, el vencedor asume el gobierno del dominio del vencido, junto con todos sus rebaños uy propiedades. Los voivodas derrotados suelen sufrir el Amaranto, y las sugerencias de Yaroslav abundan en mi idea de que muchos Demonios se someten voluntariamente, no queriendo soportar la vergüenza de haber perdido sus tierras (además, el derrotado lanza una seria maldición cuando renuncia a su vitae, formulando todo tipo de aterradoras maldiciones con la esperanza de que quien la beba sufra mala suerte, la tierra “se vuelva contra él”, su sangre se vuelva débil y propensa a la peste, etc.).
Muchos chiquillos, por supuesto, estando como están bajo el yugo del Juramento, perecen durante el Juicio de Guerra. Los cautivos suelen ser entregados a los chiquillos del vencedor, pero no es del todo raro que los supervivientes huyan a los bosques, para llevar una dura y arriesgada existencia.
En mis vagabundeos, he observado otra costumbre, una que surge de la necesidad de establecerse y al mismo tiempo recuperar fuerzas tras la batalla. Parece que cuando un voivoda derrota a otro, adquiriendo así las tierras del vencido, los residentes mortales se convierten también en propiedad del vencedor. El voivoda triunfante, con sus chiquillos y tropas, suele caer sobre su recién adquirido rebaño en una especie de celebración orgiástica, en la que revelan abiertamente su naturaleza ante las presas aterrorizadas y devastan comunidades enteras. Esta “fiesta de sangre” dura por lo general toda una noche, y aldeas enteras quedan reducidas a cementerios. No obstante, se deja vivos a algunos pocos mortales, para que las noticias sobre el nuevo amo se extiendan por todo el dominio.