Preludio – Vampiro Edad Victoriana

A través de un intermediario, me había procurado alojamiento en la residencia privada de un lord de poca monta llamado Trobury, que vivía recluido en el campo y a quien ya no interesaba viajar a Londres. Aquellos agradables apartamentos, si bien eran sumamente acogedores, se encontraban decididamente apartados de cualquier vía de tránsito importante, al estar situados en un barrio que, evidentemente, había sufrido un considerable cambio de fortuna en los últimos años. Los edificios situados a lo largo de aquella calle y las adyacentes no se encontraban convenientemente conservados, con lo que presentaban un aspecto pronunciadamente desaseado, incluso a la luz tenue de las farolas de gas. La calle carecía de ningún personaje remotamente digno de mención, lo cual no suponía una molestia en absoluto. Ni libertinos ni parejas de amantes suponían peligro alguno para mi bienestar, aunque, probablemente a la larga, yo sí lo supondría para el suyo. Por otra parte, si uno busca hallarse en una situación en la que se encuentre totalmente aislado de la mera posibilidad de correr peligro, entonces puede considerarse que las circunstancias lo han vencido y bien puede reconocerlo y ser enterrado con toda pompa y ceremonia.

Saqué de mi bolsillo la llave de mi nuevo santuario. Tal y como había ordenado a mi intermediario, la elección de mi residencia había resultado de lo más peculiar, sobre todo en lo referente a los elementos más … inusuales. Recorrí la torre ancha y baja para asegurarme de que todo estaba en su sitio. El lugar era al mismo tiempo sencillo, sólido y modesto. Tal y como me había preocupado de especificar, estaba construido en piedra bastante maciza. Había solicitado, aludiendo a la agresiva criminalidad de Londres, que rodas las ventanas góticas se cubrieran con tablas antes de mi llegada, en interés de mi seguridad personal. Desde el exterior, el lugar parecía más bien la torre de una prisión o una fortaleza abandonada.

Tras dar mi aprobación al aspecto exterior, abrí el cerrojo de la enorme puerta de roble. La lámpara de aceite que había solicitado ardía tenuemente, y relegaba apenas las sombras a los rincones. La cogí y recorrí mis nuevas habitaciones.

Las diversas cámaras estaban decoradas con lujo que rozaba en lo dionisiaco. Por todas partes podían encontrarse únicamente seda y terciopelo. Los afilados vitrales, que impedían ver las tablas, estaban forjados con gusto exquisito, y si me cansase de admirarlos, siempre podía cubrirlos con los cortinajes de terciopelo. Cada uno de los colores presentes era tan rico y profundo como podía permitirlo la naturaleza, y la habitación era hermosa, aunque las paredes se encontraban cubiertas de cortinas, tapetes y pinturas antiguas y recargadas hasta el punto de provocar una cierta claustrofobia. El espejo de cuerpo entero del tocador no hacía sino multiplicar la riqueza sensual del lugar.

Tras instalarme convenientemente, me puse la capa y volví a adentrarme en la noche. Había mucho que hacer en aquella antigua y nueva ciudad. A medida que avanzaba a través de calles más concurridas e iluminadas, me parecía estar recorriendo un laberinto de prostitutas. Se apoyaban en los portales, y entraban en los callejones y salían de ellos en oleadas, como gatos, a menudo seguidas por los hombres de gesto inquieto a los que servían de entretenimiento. Una ramera joven y delicada tuvo la temeridad de interponerse en mi camino.

“Bien vestidos venimos, señoría. Demasiado elegante para estos lugares. Oiría que algo anda buscando. ¡Le gustaría venir a echar uno?”.

Fingí timidez, y alterné con mi mirada entre el suelo y su pecho, y ella, con mayor atrevimiento, me cogió de la mano.

“Por Dios, qué fría, señoría”.

“Seguro que podría calentármela, querida”.

“Y bien que podría. Tengo un callejón de lo más calentito ahí detrás para enseñarle, si no le importa seguirme. Le voy a calentar la mano de lo lindo”.

La seguí, para volver momentos después de aquel callejón sombrío, mucho más caldeado después del sacrificio. Pronto di con luces intensas y calles cargadas de gente, y el tono ahora rosado de mi semblante me sirvió de ayuda para caminar por entre los ciudadanos más honrados de Londres sin alarmar a los más supersticiosos. Tras haber saciado mi hambre, era momento de procurarme una compañera. No sería propio presentarme ante la sociedad nocturna de la ciudad sin una.

Un caballero no puede encontrar compañía apropiada entre la canalla. Por el contrario, me enorgullezco de poseer un gusto especialmente refinado para tales cuestiones. Nos acercábamos rápidamente al solsticio de invierno, y aunque había oscurecido durante cierto tiempo, la hora todavía no era especialmente avanzada, y todavía había parejas que recorrían cogidas del brazo las arterias principales de tránsito.

Las luces de aquellos lugares refinados, en los que las personas refinadas recorrían las refinadas calles vestidos con sus ropas más refinadas, parecían desterrar la niebla constante, el hollín y la tristeza por los que Londres era famoso. A lo largo de la extensión de aquellas calles, los pudientes se reunían con otros pudientes para intercambiar impresiones sobre los cochambrosos e iletrados no pudientes. Un hombre llamado Marx había escrito hacía poco un libro sobre tales cuestiones, por lo que éstas eran tema de conversación frecuente entra las clases altas, limpias e instruidas.

Allí me hallaba yo, en aquel lugar, en medio de todas las parejas de paseantes, un ser de supersticiones y cuentos de viejas caminando entre ellos, observando su comportamiento exquisito, su agradable y vacua cháchara, sus modales formales y facundos, su flagrante hipocresía, sus deseos reprimidos e inconfesables. Un estudioso devoto del comportamiento cotidiano puede llegar a conocer hasta tal punto la naturaleza humana que, tras pocos años de observación, es como telepatía. Es lo que permite a los médiums leer sus señales con suficiente habilidad como para fingir el je t’aime de ultratumba de un difunto ser amado. Es lo que acababa de permitir a un médico vienés llamado Freud escribir libros en los que se clasificaban las formas más comunes de histeria observadas entre las hijas de la burguesía acomodada. Asimismo, al no estar confinado a los límites de una sola vida humana, tenía oportunidad de observar el alma de un hombre o una mujer con todas sus máculas.

A mi lado pasó un hombre con chistera. Era un hombre adinerado, casi sin duda un aristócrata. Su expresión era de ira apenas disimulada. Tenía intención de cometer un asesinato.

A mi lado pasó una mujer de la mano de su marido. Ella le aborrecía, y, aún así, la familia de él le proveía de cosas que de otro modo no podría tener, y valía la pena sufrir sus manoseos nocturnos para poder llevar con ostentación aquellos diamantes en la muñeca, en los dedos, y en su dulce y delicada garganta.

Una manzana más adelante, avisté una pareja joven. Ella era ingenua, idealista, con toda probabilidad virgen. Su sonrisa era absolutamente auténtica, y yo la deseaba. Hasta que vi a su prometido. Cuando lo observé más de cerca, fue su belleza, su inocencia lo que me llamó a gritos. En conjunto, los ingleses no son gente atractiva. Es una nación de mejillas rojizas, dientes torcidos y verrugas. La juventud, al gozar de buenos cuidados, ocasionalmente puede contener muchas de estas imperfecciones, pero al final, el tiempo termina echando a perder los esfuerzos del Narciso más desesperado.

El encanto y atractivo de aquel joven eran deslumbrantes. La muchacha con la que paseaba de la mano estaba completamente arrebatada por él… lo cual era comprensible. Su piel era delicada y suave, sus dientes derechos y blancos, sus ojos claros y de mirada cálida. Su cabello largo se encontraba ligeramente revuelto, aunque era igualmente sedoso. Los gesto de ambos delataban su entusiasmo, su deseo del uno por el otro. La fecha de su boda era inminente, probablemente en Navidad o Año Nuevo.

Aquello resultaba un problema para mí. Iban a casarse, él iba a quedar comprometido, deshonrado, incapacitado para volar junto a mí entre la multitud de los pájaros nocturnos de Londres.

Ella le susurró al oído, y él sonrió, y en su sonrisa se hallaba todo lo que yo quería extraer de él, y desde aquel momento, no podría conformarme con ningún otro compañero. Caminaban en busca de un coche. Debía llevar a casa a la delicada virgen, y depositarla fuera de peligro en manos de su familia.

Les seguí en mi propio coche. Memoricé la dirección de su casa y el rostro de su padre al acudir este a la puerta principal para tomar de nuevo la custodia de su hija. Aunque fui incapaz de oír la cordial conversación en su totalidad, descubrí que se llamaba Annabelle. A su padre se le llamaba sencillamente “Míster Pfenning”.

Soborné a mi cochero para evitar sus sospechas cuando le ordené seguir al carruaje de mi presa, que se encontraba frente a nosotros. Al detenerse éste, tomé nota de nuevo de la dirección de la casa. No era tan suntuosa como la de los padres de Annabelle, pero aun así era impresionante para un hombre tan joven.

Ambos pagamos a nuestros respectivos conductores y salimos de nuestros coches al mismo tiempo. Comenzó a caminar en dirección a la puerta de su casa, y le llamé en voz alta.

“Disculpe, caballero, ¡podría indicarme dónde se encuentra Trobury Tower? Acabo de llegar y soy incapaz de descifrar la distribución de esta maldita ciudad”.

No quiso prestarme oídos. Estaba demasiado ensimismado en su velada con Annabelle, pero el privilegio de ser un caballero victoriano comportaba un gran numero de obligaciones. En primer lugar se aseguró de que no era un criminal de ninguna índole. Mi sonrisa, más reconfortante que la de un vivo, le convenció de que aquello era imposible. Mi aire extraño, tal vez algún asomo de acento que podía haber adquirido desde que abandonase Londres, le intrigaron.

“Creo saber dónde está, señor, pero hace años que ya no es la clase de lugar que un caballero de vuestra categoría querría visitar … al menos no de noche”.

Era incapaz de apartar la mirada de mi rostro.

“¡Así es? En tal caso, os estaría enormemente agradecido si tuvieseis a bien acompañarme a cualquier establecimiento respetable que elijáis para poder comentar conmigo cualquiera de los demás cambios que haya experimentado la ciudad en mi ausencia”.

Olvidada ya su querida Annabelle, ahora sólo era capaz de verme a mí. Era demasiado inocente como para ocultar el asombro que mi atractivo había despertado en él. En el camino, me presenté como el Dr. Fordon Fortunato Fell, que acababa de regresar recientemente de largos viajes a las tierras más orientales de Europa. Aunque mi nombre le resultó curioso, tuvo la gentileza de no comentarlo. Una vez en la fonda, le invité a un potente brandy, y le interrogué con respecto a la ciudad, sobre su compromiso matrimonial con la encantadora

Annabelle, y sobre su profesión y los pormenores de ésta.

Mi hermoso caballero se llamaba Killian, de nombre Adam. Irradiaba juventud e inocencia como la madreselva exuda fragancia. ¡Quién no habría deseado poseer a aquel muchacho? Incluso el gran Apolo quedaba superado por la belleza de su Jacinto. No era bebedor, por lo que su mente se aflojó a la segunda copa. “Sin duda, no estaríais dispuesto a guiar a un forastero en vuestra ciudad a sus habitaciones, ¡verdad?”, pregunté. No hubo resistencia. Asintió y salimos de allí.

Trobury Tower se encontraba a unos diez minutos de distancia en coche. Cuando le invité a pasar, fue incapaz de ocultar su fascinación. Tras cerrar con llave la puerta, le mostré mi lujoso refugio. Mientras él quedaba maravillado por los detalles del vidrio coloreado, me abrí las venas de la muñeca con una navaja barbera. Me aproximé a él por detrás, apreté mi cuerpo contra el suyo y coloqué mi muñeca goteante sobre sus labios y le dije “Torna esto”. En aquel momento, no se negaría a nada para ganarse mi aprobación. Observé todos sus movimientos en el espejo que teníamos delante. Sus labios se cerraron, absorbió y sentí su cuerpo estremecerse contra el mío.

Una media hora más tarde, lo dejé en la puerta de su casa. Mientras contemplaba sus hermosos ojos, le dije que nada de aquello había sucedido realmente. Que tras dejar a su encantadora Annabelle se había ido directamente a la cama, por lo que no había nada de qué avergonzarse.

Su ausencia me dolió. Pasé el resto de la noche recorriendo las calles de Londres. Familiarizándome de nuevo, en la medida en que lo permitía la niebla, con mi ciudad natal y sus instituciones. Al volverse gris el horizonte en el este, volví a mis habitaciones. Dentro de Trobury Tower había una enorme cama con dosel de madera pesada y oscura. Debajo de ella se encontraba el ataúd en el que descansaba de día.

Al comenzar mi segunda noche en Londres, me levanté y me alimenté rápidamente. Tras encontrar una taberna con una clientela convenientemente distinguida, me hice con un reservado en la oscuridad del fondo de la sala. Silenciosamente, llamé a mi compañero.

Mientras esperaba al hermoso Adam Killian, hice que la camarera trajese a la mesa una botella de Pernod Fils de color verde intenso, un vaso apropiado, la cucharilla para absenta, agua, y un cuenco de azúcar.

Cuando Killian llegó, veinte minutos después, estaba furioso. “Mis más sinceras disculpas por llegar tan tarde, Dr. Fell. Debía despedirme de la querida Annabelle, y me vi acosado por no menos de tres de las condenadas libertinas que infestan esta ciudad maldita. Son una afrenta contra las buenas gentes de este lugar, y los sodomitas afeminados que se dan al vicio en las casas de citas son incluso peores, si tal cosa es posible”.

Su exasperación deformaba su belleza, por lo que procuré calmarle. “No denigres a las putas, Killian, sean del sexo que sean. He aprendido con el paso de los años que cumplen numerosas funciones y reciben una pobre recompensa por sus esfuerzos, simplemente por el hecho de no trabajar en fábricas, como las clases inferiores, ni en oficinas, como las clases privilegiadas, sino en callejones oscuros. El trabajo es trabajo, Killian, por encima de toda moralidad elevada”.

Dicho esto, creí oportuno cambiar de tema. “¡Alguna vez ha tenido el placer de beber absenta, Mr. Killian?”.

“No me sientan bien los aires de bohemio, Dr. Fell, así que no, no he tenido contacto con la llamada ‘Hada verde’.

“Pero”, dije, “creo que le gustaría bastante, ¡no es así?”. Olvidada ya su ira, recobró su belleza. Casi con timidez, desarmado por mi saber estar y afabilidad, dijo “¡te gustaría que lo hiciera?”.

“Mucho, querido Adam, mucho”.

“¡Me acompañarás?”.

“Ah, no podré. Hace tiempo que pasaron mis días de embriagarme con absenta, pero tú aún debes cultivar los placeres más exóticos”.

Con este comentario, vertí una generosa cantidad del licor esmeralda en su vaso, llené la cucharilla acanalada de absenta con azúcar, más del que uno normalmente usaría para sortear con delicadeza las defensas de mi joven protegido, y a continuación derramé el agua a través de la cucharilla.

Al contacto con el agua azucarada, el contenido del vaso pasó de un verde esmeralda a un blanco nacarado.

Con la mirada puesta en la suya, le dije “Bebe por una larga vida, Mr. Killian, y por la gran cantidad de placeres que promete”.

Bebió. Y bebió. Y bebió.

Más tarde, le llevé al coche, y volvimos a pétrea intimidad de Trobury Tower. Lo deposité con suavidad sobre la gruesa colcha, donde podría retorcerse al compás de sus alucinaciones sin hacerse daño. El ajenjo le estaba mostrando un mundo alejado de lo acostumbrado para él.

Pronto sería mi tumo.

Aunque ya me había alimentado, la visión de su garganta dulce e indefensa fue demasiado para mi voluntad abrumada. Tras sentarme a su lado en la cama, coloqué mi mano bajo su cráneo bien proporcionado, agarré su suave cabello negro y tiré de su cabeza. Sentí el calor que emanaba de él, aspiré el aroma de su carne. Dejando descansar con calma los labios sobre su cuello, mis dientes atravesaron la piel, pero sólo levemente.

No quería todo el flujo de su sangre; sólo quería probarla.

Aquello no era alimentación; aquello era exultación. De no haberme hartado de sangre de rameras antes de nuestra cita, Killian seguramente habría pasado de este mundo al otro, ya que no podría haber ejercido ningún control sobre mí mismo ante su juventud indómita y la dulzura de su sangre.

Me recosté junto a él, viendo subir y bajar su pecho. Había curado la pequeña herida del cuello, para que no me tentase más. Cuando se agitó, me acerqué a él. Me mordí la muñeca, y dejé que la preciosa, la sagrada sangre cayese goteando sobre sus labios abiertos, donde se asemejaba absolutamente al dulce zumo encamado de las granadas. Él suspiró y se acercó mi muñeca para succionarla. Le dejé beber profundamente, consciente de que al cabo de una noche me pertenecería.

Cuando lo devolví de nuevo a su puerta, el sol amenazaba con salir en el cielo despejado, y yo apenas podía mantenerme despierto.

“¿Tiene sótano tu casa, Adam?”.

“Sí, pero es bastante pequeño. ¿Por qué lo preguntas?”.

“Me gustaría pasar el día durmiendo en él, si no te importa. Te lo agradecería enormemente”.

El sótano era pequeño, y sus paredes de piedra. Estaba lleno de moho, y carecía por completo de ventanas. Antes de que Killian subiese las escaleras, atraje su atención.

“No recordarás esta noche, ni que estoy aquí, Adam, pero tampoco te sorprenderás cuando venga a buscarte esta noche”.

“Sí, por supuesto”, dijo, y se despidió. Sólo me restaron unos segundos para encontrar u rincón relativamente retirado antes de que las olas del olvido se cerrasen sobre mí.

Cuando me desperecé del estupor diurno, no vi la menor señal de luz en el sótano. Tenía hambre. La fragancia de su inocencia parecía emanar de las mismas piedras del lugar y a través de las tablas del suelo, y volar en el aire. Subí las escaleras y oí voces agudas y acusadoras al poner el pie en las habitaciones de mi nuevo protegido.

“… y no volver a casa hasta bien pasada la medianoche? ¿Acaso crees que yo, un doctor, no conozco los síntomas de la embriaguez, el olor de la absenta? Si eso crees, mi hermana está bastante equivocada, y sí estás loco, Killian”.

Seguí el ruido hasta llegar a la habitación de donde procedía. Allí, en el salón, había tres personas: el belicoso desconocido, la llorosa Annabella y mi hermoso Adam, con aire de congoja. Tras aclararme la garganta, me uní a la refriega.

“Caballero, yo estuve con Mr. Killian anoche, y puedo atestiguar que es casi un santo. Aunque soy hombre de ciencia y erudito respetado, él es mucho mejor hombre que yo, y si tiene la intención de quebrantar su ánimo por una sola noche de beber absenta con un amigo, entonces tal vez usted y su hermana deseen marcharse a otro lugar”.

“Killian”, dijo el acusador atónito, “¿quién es?”.

Con expresión severa, contesté yo mismo. “Doctor Fortunato Fell, filósofo de la naturaleza humana, investigador de los misterios nocturnos y corruptor de los inocentes. El buen señor Killian aquí presente tuvo la bondad de acompañarme anoche en mis rondas por las calles grises y encantadas de Londres, actividad que desempeñará con mucha más asiduidad de ahora en adelante. La boda con su hermana, me temo, deberá aplazarse en el futuro próximo”.

“Está loco”, afirmó el entrometido.

“No lo estoy”. Miré a Adam, obtuve inmediatamente su atención y le dije

“Ven a mi lado, Adam”. Se levantó de su asiento en el acto y se acercó a mí lo suficiente como para que pudiera sentir el latido de su corazón.

“Adam se prepara para pasar a un período nuevo y cautivador de su vida, más allá del entendimiento de ustedes dos. Sería mejor para todos, incluida la encantadora Annabelle, que buscasen a otro pretendiente y dejasen a Adam con sus maravillosos descubrimientos”. Le susurré al oído “Deshazte de ellos”.

“Annabelle … Charles … por favor, marchaos. Preferiría no discutir esto en este momento”.

Los dos se marcharon, Annabelle deshecha en llanto, Charles enfurecido. Tras aquella noche, mi compañero evitaría con gran acierto a su antigua prometida y su combativo hermano, pero por el momento, se encontraba en un estado frágil.

Parecía cansado. Era de esperar. Realizar la transición de su mundo al mundo de la nochetendría su precio. Como sucedía siempre.

“Pobre Adam. No debes sufrir por esas personas, ¿entiendes? Ponte el abrigo y sígueme. Hay una distracción cautivadora que debo enseñarte”.

Adam, extasiado, me siguió. Fuimos a pie. El aire frío de la noche, el ejercicio, harían bien a mi joven compañero. A medida que atravesábamos la niebla, le pedí que me contase todo lo referente al hermano de Annabelle: dónde se encontraba su oficina, la dirección de su casa, el nombre de su esposa y de sus hijos.

Llegamos a nuestro destino cerca de una hora más tarde. Un joven indio nos abrió la puerta. Le sonreí atractivamente y dije “Venimos en busca de aires de inspiración, mi joven amigo”.

Nos guió hasta una cámara de proporciones moderadas, ocupada únicamente por abundantes almohadas de seda. En el centro del cuarto se hallaba una pipa de agua profusamente decorada.

“Ahora, querido Adam, vas a probar sueños que nunca antes has conocido”.

El opio le afectó rápidamente y con fuerza. Pronto se reclinó sobre las almohadas, totalmente incapaz de seguir una conversación. Yo tenía asuntos que atender, pero di a nuestro anfitrión instrucciones de que no se despertase a Adam de su ensoñación hasta que regresase.

Para entonces, mi hambre era ya aguda. Tomé un coche directo al hogar de Charles Pfenning. La encantadora Mrs. Pfenning estuvo absolutamente feliz de dejarme entrar. Su marido, según me informó, estaba en el piso superior, leyendo en su estudio después de un día muy cansado.

Le di las gracias y le dije que encontraría el camino yo solo. En cuestión de segundos, el Doctor Pfenning estaba contento de verme. “Esto es lo que recuerdas de esta noche”, le dije mirándole a los ojos, “te has reunido en privado con tu hermana, la pura Annabelle, y en un momento de debilidad, has caído presa de sus encantos femeninos. La has forzado contra natura.

Tu pobre hermana violada ha huido, sin duda para dirigirse a las autoridades, y ahora estás solo y desesperado, y esperas las consecuencias severas y justas de tu acción bestial”.

Su rostro se volvió de inmediato demacrado.

“Es una situación difícil, Charles, pero anima esa cara. Como médico”, le propuse, “tendrás acceso a muchos … agentes aliviantes, ¿no es así? Remedios letales para liberarte de las consecuencias de tus acciones … “. Inmediatamente se lanzó hacia las botellas de su botiquín y comenzó a buscar entre ellas. Le vi formular, mezclar y beber, y para cuando la buena (e inexplicablemente anémica) Mrs. Pfenning encontró a su marido muerto, ya no recordaba haber tenido un visitante.

De vuelta a donde se encontraba Adam, pagué una generosa suma a una prostituta a cambio de coda su ropa. Estaba pálida como el papel, y evidentemente preñada. ¡Cómo deseé  absorber su calidez! Contuve a la Bestia y la dejé marchar. Desnuda, se apresuró a la carrera hacia el cuchitril donde viviese, soñando con las hermosas prendas que compraría al día siguiente.

Una vez en el fumadero de opio, recogí mi carga y nos dirigimos de vuelta a Trobury Tower, donde coloqué las prendas de la ramera sobre una silla en el tocador. Tras la gran puerta de roble de la torre, saboreé una vez más a mi nuevo compañero. Su sangre estaba condimentada con sueños, lo cual la hacía aún más dulce. Sus hermosos ojos relucían con languidez bajo sus largas pestañas.

Me quité la camisa para evitar que se manchase, y volví a blandir la navaja barbera. Me tumbé junto a Adam, coloqué el brazo bajo su cuello, dejando que su cabeza soñadora colgase hacia atrás, separando los labios.

Me corté en la garganta y apreté la herida contra su boca y lo sentí revivir debajo de mí. El abrazo con que me atrapó era fuerte, desesperado. Le di de beber hasta debilitarme. Si hubiese bebido más, yo casi seguramente habría caído presa de mis propios demonios interiores, y no iba a permitirlo.

Le aparté y vi que sus ojos ya no se encontraban enturbiados por las fantasías. Estaban vivos, despiertos, conscientes.

“Nos queda al menos un asunto que atender, querido Adam, antes de que termine nuestra gran aventura por esta noche. Vayamos a hacer una visita a tu antigua prometida”.

Fue el padre de Annabelle el que abrió la puerta en pijama. Estaba encantado de escoltarnos hasta el cuarto de ella, al igual que ella lo estuvo de acompañarnos para dar un paseo en aquella noche de otoño tan agradable. El anciano nunca recordaría nuestra visita, y no tendría ni idea de cómo había salido de la casa su hija.

Un coche nos llevó a los tres de vuelta a Trobury Tower. Una vez dentro, observé a la chica y le dije “Desnúdate”. Hacía tiempo que le habían adiestrado a obedecer a los hombres.

Ni siquiera dio un respingo.

Mi hambre era cada vez más insistente, pero me negué a permitir que interfiriera con aquel … espectáculo.

Observé a Adam, que parecía confuso, cargado de conflictos. “Dulce Adam, por favor, quítate la ropa”.

Dudaba, pero aceptó.

Durante el tiempo que había pasado en Europa Oriental, había tenido la oportunidad de asistir a una actuación del ballet ruso, y si alguna vez hubo un hombre con cuerpo de bailarín, ese era Adam. Era tan perfecto como puede llegar a serlo la carne.

“Ahora”, dije, “tómala”.

No se movió. O bien su conciencia victoriana se rebelaba contra aquella idea, o no quería ofenderme. Prefería creer que se trataba de lo segundo, y aprecié su sensibilidad, pero aquello no serviría para mi objetivo final. Miré a mi amado, asentí en dirección a la desnuda Annabelle y dije “Viólala. Como harías en tu noche de bodas”.

Era más delicado aún de lo que yo deseaba. Contemplé, celoso, furioso, hambriento. Le animé a terminar la faena incluso con la mandíbula apretada de furia. Annabelle a ratos lloraba y se resistía, y a ratos gemía y cooperaba. Todo terminó en poco tiempo, y me alegré de ello.

“Ve a lavarte”, le dije a Adam.

“Levántate”, le dije a la chica, y ella me obedeció. La sangre virginal de Annabelle, ingrediente principal de un cocktail embriagador y primordial, empapaba el edredón y, entremezclada con otros fluidos, resbalaba todavía por su muslo.

Me arrodillé frente a ella, limpié sus partes íntimas, y bebí de ella como no había bebido jamás de un recipiente. Le alargué las prendas de la ramera y le dije que se vistiese. Lo hizo de forma lenta e insegura, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas pálidas.

Adam volvió, con la mancha de Eva lavada completamente.

Lo observé con orgullo. “Te he saboreado de muchas formas nuevas, Adam querido. ¡Beberías de mí otra vez?”. Le alargué la navaja barbera. Dudó un momento, hasta que le pregunté “¡Dónde está tu amor por mí, Adam? ¡Bebe!”. En un segundo me había arrebatado la navaja de la mano y se lanzó contra mí como un animal famélico. De no ser por mi flexibilidad diabólica, el navajazo me habría rebanado la mano.

Aún así, me hizo un corte suficientemente profundo como para beber un buen trago prolongado y abundante. “Si, eso es. Torna cuanto puedas. Vacíame para que pueda vaciar completamente a la adorable Annabelle”. Bebió hasta saciarse.

Yo, por mi parte, llamé a la llorosa Annabelle y, sujetándola cerca de mí, bebí de ella hasta vaciarla. Su belleza era imponente en aquel momento. Mi pequeña cortesana ya nunca envejecería, nunca se vería arrugada y fea, nunca se vería obligada a soportar las indignidades del embarazo o el parto.

Al amparo de la oscuridad, lanzamos su pequeño cuerpo en un callejón frecuentado por prostitutas. Caminé entre la niebla, con mi compañero a mi lado. “Mañana por la noche te compraré unas hermosas ropas nuevas, y nos presentaremos ante Mithras para completar tu presentación en el submundo de la noche, querido Adam. Mientras permanezcas a mi lado, no morirás. Tu belleza nunca se desvanecerá. Si decides cantar, tu canción nunca tendrá fin, y en caso de que quieras bailar, bailarás para siempre”.

Tiburk

Un amante de los juegos de rol...

2 comentarios:

  1. Hola ¿tienes las novelas de la Edad oscura?

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